El rayo ocular[1]
Por Geraldine Salles Kobinaski
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Ya pasaron siete años de aquel film. Lo volví a ver hace pocos días. Es extraño escribir “lo volví a ver” porque, si bien la frase no peca de ser falsa, hay algo que realmente no pude volver a ver. Corrección: hay algo que realmente no pude volver a sentir. Corrección final: hay algo que…
Hace siete años, cumplí 18. Esa mañana me levanté con una tristeza infinita, me acerqué lentamente hacia la cama de mi mamá y, acurrucada a su lado, empecé a llorar. No tenía ánimos de hablar con nadie ni de festejar, porque ese día, si bien representaba otro aniversario de mi natalicio, carecía del gesto celebrador. Tanto me insistieron mi mamá y mis hermanos para ir al cine que terminé aceptando a regañadientes. Sospecharon que si la imagen en movimiento me abrasaba ese día yo podría llegar a sonreír, luego de algunos meses.
Cumplir 18 años significaba enfrentar la primera ausencia física de mi papá; significaba que el mundo continuaba su torcido andar, mientras el mío se desmoronaba lentamente. Significaba ser una adulta sin que él me pudiera abrazar hasta dejarme sin aire, suplicándole “¡papá, soltame que me estás ahogando!” y, a continuación, me hiciera despedir carcajadas ensordecedoras. Significaba que yo, para bien o para mal, había cambiado. Significaba que mi sensibilidad aumentaría (¡y cómo!). Y significaba también que este verbo se estaría resemantizando una y otra vez, intensamente, a medida que el tiempo transcurriera, a medida que el tiempo se depositara en mis pensamientos y en mi cuerpo.
Hace siete años, mi hermana, mi mamá y yo vimos Melinda y Melinda, de Woody Allen. Mi hermano no pudo acompañarnos porque estaba trabajando. Después cenaríamos todos juntos en la parrilla ––no logro recordar el nombre–– que moraba en la calle Campos Salles. En el ya desbaratado Arteplex las tres nos sentamos en una de las salas más pequeñas del cine, esperando a que las luces se apagaran y comenzara la función. Las películas cuentan con la posibilidad de ser vistas centenares de veces, sin embargo el cine ––el momento en el que uno se sienta en una butaca de un cine, ya sea de carácter periférico o comercial; con otros espectadores (dependiendo de la sala, más o menos respetuosos, pero en general resultan ser un puñado de latosos hombres-orquesta); conteniendo las lágrimas por vergüenza o desatándose un vendaval contagioso de risas; moviéndose de un lado para el otro para dejar de ver las siluetas que forman los cuerpos de otros en nuestro campo visual––, como sucede con el teatro (no es “a diferencia de”, sino “equivalente al” teatro, intentando trascender la presencia física del actor), resulta ser un convivio. Y, en tanto convivio, posee una fuerza cultual, mí(s)tica, inclusive carnal.
Lo que ocurrió en aquella sala de aquel cine, aquel día en aquella hora, con aquellos espectadores, en aquel estado anímico, no podrá repetirse de la misma manera, jamás. Y si en aquella sala de aquel cine, el film nos horadó, emocionalmente, nuestro organismo cambió, siendo difícilmente reconocible. Ese cambio permanece latente, por momentos es más visible, pero se escabulle, se aloja en el abrir y cerrar de ojos. Me gusta llamar a ese cambio Augenblick, un instante casi imperceptible, que pareciera medirse en nanosegundos (¿cómo reconocer visualmente una milmillonésima parte de un segundo?), como si fuera un rayo ocular, que sólo podemos sentirlo, perdiendo su capacidad racional, siendo un significante en busca de un significado, siempre intermitente. Y el Augenblick o rayo ocular que me provocó Melinda y Melinda, fue radical.
Básicamente, hay dos formas de enfrentar la vida: trágica o cómicamente. Está la opción de la Melinda trágica, cuya vida no logra escapar del caos trepidante, o bien, está la Melinda cómica que, si bien sufre varias peripecias, las mismas se convierten en anécdotas –en su mayoría– divertidas, transformando su vida en un viaje al que cualquiera le gustaría incorporarse. La Melinda cómica se encuentra finalmente con el Amor. Ambas historias responden a un dilema que se plantean cuatro amigos en un bar, minutos antes de ir al funeral de Phil Dorfman. Dos de ellos, ambos dramaturgos y/o directores de teatro, reflexionan sobre cómo el ser humano “decide” vivir trágica o cómicamente. El dramaturgo cómico, en la última escena del film, sugería que “cómica o trágica, lo más importante es disfrutar la vida mientras puedas. Porque sólo tenemos un viaje y cuando se acaba, se acaba. Y con un buen electrocardiograma o no, cuando no menos lo esperas, fin”. Mi papá, un mes antes de fallecer, se había hecho un electrocardiograma, el cual le había salido muy bien, al igual que a Phil.
Mi papá tenía un sentido del humor inaudito, era una persona que lograba hacer reír a uno en cualquier momento y a cualquier hora, sin necesidad de compartir una misma lengua (eso puedo demostrarlo con varias anécdotas). El día anterior a su ausencia, habíamos hablado de hacer juntosstand-up (más en serio que en chiste). Recuerdo que a un dramaturgo que admiro le habían preguntado cómo le gustaría ser recordado y él respondió por su humor, porque si a uno lo recuerdan de esa manera, el individuo trascendió.
Y es por eso que prefiero convertirme en la Melinda cómica tratando, a pesar de todas las peripecias, de reflexionar con humor, vivir cómicamente, hacer reír a mis seres queridos, como así también sonreír en soledad.
Corrección final: hay algo que perdura en mí. El humor vital de mi papá.
[1] Publicado originalmente en GrupoKane (Diciembre 2012): http://www.grupokane.com.ar/index.php? option=com_content&view=article&id=629:artcuentos3-6&catid=47:catcuentos&Itemid=61#n45