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Ir directo al corazón

Ir directo al corazón

Año 2015, en vísperas del 2016 y de un cambio de gobierno.

Por Geraldine Salles Kobilanski

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Algo extraño me está pasando con el entorno de los festivales. Nunca me interesó el protocolo, la formalidad o, hablando en términos concretos, las apariencias. Y en cierto punto, este año me sentí más ajena a esas situaciones que me incomodan y hacen que quiera quedarme viendo películas en casa, con mis afectos o a solas. Las apariencias por supuesto se presentan en cualquier ámbito de nuestras vidas y es por eso que intento evitarlas en todos ellos lo más posible. En el caso del cine, los festivales empezaron a modificar mi relación con las películas, provocando algo así como una transición conceptual y emocional.

Hace bastante que no escribo y me molesta no hacerlo. Estas palabras van de la mano de un año de cambios en una vida particular, la mía. Y el cine no salió ileso de toda esta vorágine. Soy desordenada y he profundizado esta característica a lo largo de los últimos meses. Entonces, este texto será desordenado, ni más ni menos. Una suerte de confesionario, de despedida, de apología a un festival pequeño y hermoso, de querer volver a creer en las películas y de reafirmar las relaciones amorosas.

Hace algunos años acostumbro a no perderme las ediciones festivaleras de BAFICI y Mar del Plata, dos grandes festivales en los que descubrí amistades, películas y experiencias variopintas. El segundo festival terminó hace unos días atrás. Y como no pude ir, estuve leyendo las impresiones de críticos y cinéfilos sobre la última edición, que resultó a todo trapo. No es para menos, tirar toda la carne al asador frente a un panorama político nacional convulso y para muchos apocalíptico, se mire por donde se mire.

Este año fui por primera vez al FICIC: Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín, producido por Carla Briasco y Eduardo Leyrado. Ya cumplió su quinta edición, a pesar de haber corrido peligro de no poder llevarse a cabo por cuestiones presupuestarias, o sea, políticas. El recuerdo que tengo de mi estadía coscoína podría resumirse así: cuando uno tiene un día agitado en el trabajo, abrumado con obligaciones, disconforme por muchas cosas y con deseos de salir corriendo por un mes entero, lo único reconfortante es llegar al hogar de uno. FICIC fue mi hogar entre tantas cuestiones protocolares. Y a medida que nos acercamos raudamente a este fin de año, lo sostengo con una voluntad mayor. Podría considerarlo como el festival escrito con letras pequeñas. ¿Qué significa esto? Cual etnógrafo dedicado a interpretar su objeto de estudio, analizando grandes temas como el Amor, el Trabajo, la Familia, la Amistad, etc., pero desde la particularidad, los temas se escriben en minúsculas. El gran antropólogo C. Geertz insistió en que debemos generalizar dentro de las particularidades y no a través de ellas (acostumbrados como estamos a generalizar constante y odiosamente, sobre todo si nos ponemos fundamentalistas con algún tema, como casi siempre es el caso). Voy a tomar algunos ejemplos particulares de la última edición del festival para describir que su rasgo general vislumbra un cuidado estético, es decir, político, por las películas, una resistencia por la mercantilización de las mismas y un sostén amoroso que teje los hilos estructurales del festival.

En la inauguración del festival, sus representantes Briasco y Roger Koza -director de programación- lo presentaban de un modo encantador e incluso esperanzador, poniendo énfasis en la necesidad de apoyarlo económicamente en pos de su continuidad, sobre todas las cosas. Para comprender esta idea, por un lado, Koza comentó que la película de apertura Charlie’s Country fue cedida gratuitamente por la productora. Por el otro, Briasco argumentó que el mayor impulso que sostiene el festival es el amor; la intención del mismo es poder ir directo al corazón. Y como si lo que ella estuviera diciendo fuera poco, luego invitó al público a que almorzara locro casero en la casa de su madre. A partir de ese momento, de ese almuerzo inolvidable y de tanta calidez familiar y gastronómica, todos los que estuvimos presentes iniciamos el festival generando lazos afectivos y vinculándonos con la potencialidad cinematográfica: conocer al otro y crear nuevos caminos narrativos.

En la película de apertura, no pudo estar presente su director Rolf de Heer. Pero a cambio, proyectaron una entrevista por skype que mantuvieron él y Koza. Resultó una charla introductoria al film, amable, interesante, a pesar de su extensión. Demostraba una preocupación tangible por querer acercar la película a sus queridos espectadores. Sólo mencionaré algo sobre ella. Charlie, el protagonista, era absolutamente consciente de la sensualidad y firmeza de su andar. A medida que Charlie caminaba alejándose de la cámara, siempre destilaba dignidad. La dignidad que el hombre blanco, pese a todo, no le pudo robar.

Marta, la mamá de mi amigo y crítico de cine Sebastián Rosal, salió emocionada de la proyección. Y si bien en ese momento me aburrí un poco con la película, ahora la empiezo a recordar conmovida.

Sin público no hay proyección. Es así de sencillo. Si la gente no se interesa por el cine, no desea aprender del cine y así conocer otras culturas, descubrir nuevos modos de habitar el mundo, tolerar e intentar comprender al otro, entonces el cine no es merecedor de ser visto. Pero también es cierto que el interés hay que generarlo. En FICIC el espectador es fundamental. Tal es así, que en cada edición se entrega el premio al mejor espectador. Tal es así, que las funciones de cine clásico en fílmico –o clases de historia y, por ende, de historia del cine- a cargo de Fernando Martín Peña, explotan de gente, porque esas funciones son una celebración. No somos capaces de construir nada si no conocemos el pasado. Así como es esencial conocer nuestra historia individual para poder construir nuestra identidad, ella al mismo tiempo está atravesada por las significaciones de su cultura. Una cultura particular que convive con otras culturas particulares. Y cada una posee a su vez una historia. El cine nos ayuda, desde la riqueza de su lenguaje, a acercarnos a los signos culturales. Sin embargo, algo que es ineludible, y que siempre me ha fastidiado hasta dejarme dolores de cabeza eternos, es preguntarse quiénes tienen la posibilidad o, mejor dicho, el privilegio de poder filmar y contar historias e intentar interpretar al otro cultural. ¿Cuántas veces los pobres pueden contar con las herramientas para narrar? ¿Qué problemáticas plantearían? ¿Tendrían posibilidades de ocupar el mismo espacio que se le da a los estudiantes de la FUC en los festivales, por ejemplo? ¿Ganarían premios? ¿A alguien le importa esto verdaderamente? ¿Cómo se construiría la imagen si la cámara no estuviera en nuestras manos burguesas? Y esto inevitablemente me lleva a recordar la filmografía del francés Jean Rouch, en la cual, si bien la cámara está en poder del blanco, las historias son narradas por los pobres, en este caso, los africanos –herederos de la condena histórica de la pobreza. En Moi, un noir el joven y bello Edward G. Robinson ya un poco borracho y enfadado manifiesta que el cine no es para los pobres, no hay forma de que ellos puedan tomar poder sobre la cámara y filmar. Lamentablemente, algo de razón tiene, aunque me rehúso a darle toda la razón, sobre todo si pienso en alguna otra de sus películas como Jaguar, donde ellos se representan a sí mismos. Entonces comienzo a recordar una película brasilera, que estuvo en la competencia internacional de largometraje, llamada A Vizinhança do Tigre de Affonso Uchoa. No es otra cosa que una hermosa película sobre la amistad. Una narración afectiva situada en un barrio pobre de Contagem, Brasil. Una puesta en escena precaria -porque su entorno lo es- cuyos protagonistas debaten sus días entre las faltas del colegio, la droga, los cigarrillos, el ocultamiento de sus errores a sus madres trabajadoras; y esta pobreza de carne y hueso no se queda estancada en la rabia, sino que se procesa hasta convertirse en imágenes en movimiento sobre la amistad, siendo uno de los signos más valiosos del ser humano. También acude a mi mente el ciclo de Adirley Queirós, otro brasilero con ánimos de sacudirnos de nuestros cómodos asientos. Harto de la estigmatización de la periferia por parte de los ricos de Brasilia, el ex futbolista decide tomar la cámara como un modo de producción contra la rabia de la inequidad de clase. El cortometraje Dias de greve narra la disyuntiva de unos trabajadores: continuar o no con las medidas de fuerza, continuar o no luchando por un aumento salarial. Pero al mismo tiempo sus puestos de trabajo penden de un hilo. Y a algunos les empieza a pesar la mera posibilidad de quedarse sin empleo. Se podrán imaginar cómo termina, su ficción no dista mucha de la ficción en la que vivimos.

El FICIC cuenta con un programa de radio conducido por el “antropólogo” de cine Fernando Luis Pujato en la bella y exquisita confitería La Europea. Pujato nos invitó a Rosal y a mí a charlar sobre las películas que habíamos visto hasta el momento. A ambos nos dio pudor, pero luego lo derribamos con una rapidez imprevista -sin exagerar, a Rosal no había forma de mantenerlo mudo, aunque lo hacía muy bien, por cierto. Recuerdo que antes de ir a la confitería, vimos un programa de Cortos de Escuela -seleccionan cortos de personas que aún siguen estudiando. Quedé sorprendida con dos de ellos: Reina Sofía y Sinfonía Húngara. A pesar de que sean bien distintos entre sí, ambos convergen en un mismo lugar: el de la sensibilidad. El primero narra el estado anímico de una joven como una road movie, cuyo acompañante inquebrantable es el espacio no sólo público sino también sonoro. Un primer plano y un blanco y negro contienen la decisión de la joven de viajar hacia algún destino. ¿Por qué lo hace? ¿Hacia dónde va? No lo sabremos y tampoco importa mucho. Un pequeño destello de color se detiene en un llavero colgando del retrovisor. Mi única crítica es que la actriz debiera haber sido la propia directora, Micaela Ritacco, una rockera preciosa y luminosa. El segundo corto es sobriamente prolijo y delicado, de planos fijos. ¿Qué contienen? Una sinfonía húngara en imágenes. Sin traducción, sin intertítulos. Una puesta de confianza a la fuerza de la imagen. El último plano significó esto para mí: una lágrima tímida y robusta rodando por mi mejilla, un deseo por acercarme más al universo de la comunidad húngara en esta parte del mundo y un deseo por seguir conociendo los pasos sensibles de su directora Sol Denker. Otro día que volví a la radio para hablar sobre cine experimental –y hoy en día no paro de preguntarme qué es o, mejor dicho, no paro de cuestionarse todo lo que sostenía sobre él- presencié la charla que mantuvieron Pujato y Josefina Gill, directora de Desde la marea, un corto con una fuerte presencia de voz en off, la suya propia. Y en ese punto sostengo que falló, hubo una carencia emotiva en la voz que tiñó todo el corto. Por cierto, lo menciono porque Pujato criticó su corto y algo que me sorprendió gratamente de ella es que recibió con humildad unas observaciones e incluso asintió con algunas otras. Su sensibilidad la llevará por un camino cinematográfico bondadoso. También escuché a otros críticos lúcidos defender La hora del lobo, un corto de Natalia Ferreyra que retrata la revuelta social producida por el paro policial en Córdoba el 03 de diciembre de 2013. La misma fue retratada en un barrio de clase media de estudiantes universitarios. Me interesaba reflexionar en profundidad sobre él y las incongruencias formales que presenta, pero hace poco leí uno de los diarios de Quintín sobre la última edición del festival de Mar del Plata, en el que hablaba sobre la película de Wiseman y lo que dice a continuación sobre “los otros (directores)” lo aplico al corto, a saber, “Frederick Wiseman, un ejemplo de que hay directores que se pueden permitir lo que a los otros les está vedado, en este caso, filmar a la gente en su lugar natural sin caer en la entrevista para la cámara y sin que la filmación altere el estado de las cosas”.

Una parte de las películas argentinas actuales tratan problemáticas amorosas de jóvenes de clase media –no es casual que muchas de ellas transcurran en espacios cerrados, en una intimidad que no permite habilitarse a sí misma a descubrir el espacio público en el que está inserta. A contrapelo de esta situación, en la competencia internacional de largometraje, una competencia bien fundamentada, porque en ella no existen los falsos y añejos límites entre documental y ficción, ganó No todo es vigilia de Hermes Paralluelo. La primera parte transcurre en un hospital, en general con planos cerrados y cercanos a los rostros de la pareja protagonista de ancianos –dos actores extraordinarios, interpretando sus roles de vida: son los abuelos del querido Paralluelo. Hay un pequeño intervalo con un plano magnífico de un paisaje nevado que da lugar a la segunda parte: el regreso de la pareja a su hogar. Su cotidianidad se debate entre los movimientos aletargados de sus cuerpos cansados y de una serie de gags que se desprenden de esos mismos movimientos. Es una película noble que celebra la vida desde la temprana despedida del ser humano de este mundo. Y como no podía ser de otra forma, su plano final celebra la vida saliendo del hogar.

Las películas no nos pueden salvar, sólo el amor puede hacerlo. Lo que importa es buscar las formas en que el amor se manifiesta y aferrarnos a ellas pase lo que pase. El FICIC es una de esas formas. Es por ese motivo que este festival, tan frágil y poderoso a la vez, no merece otra cosa que todo nuestro apoyo.

PD: El año está por terminar. Un nuevo camino narrativo se abre ante mis incertidumbres. Lo más importante: voy de la mano de las personas que quiero.

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