Ánima
Por Florencia Incarbone
Ánima (Clara Frías, 2015)
Me pregunto qué misterios esconde la geometría de una flor que sólo vive por una noche, y que decide aparecer en nuestra dimensión material cada una cierta cantidad de años. Qué la motiva a desplegar su belleza, pétalo a pétalo, para luego desvanecerse como si nunca hubiera existido cuando llegan las primeras horas del alba.
Ánima de Clara Frías me permitió comprender que las posibilidades son múltiples: puede esconder un nombre propio, trazar el esbozo de una emoción, recrear la imagen afectiva de un recuerdo. Nos vemos arrastrados hacia el espiral de la memoria, y a través de la apertura de un portal casi mágico nos llevan de la mano a presenciar la experiencia delicada de un cactus en pleno florecer. La sutileza de su devenir esconde los gestos de una vida, la donación amorosa de una generación a otra y el trazado de la genealogía de una herencia. Nos vemos inmersos en una red vital que atraviesa el tiempo y que lo habita para adentrarse en un ciclo natural que nos excede y del cual formamos parte irrevocablemente. Nacer, crecer y morir constituyen un movimiento inevitable que recorre cada ser viviente que pasa por este mundo, y como parte de este ciclo la flor que se nos presenta, hora a hora, cambia, se transforma, adquiere nuevas dimensiones, se reinventa y muestra las múltiples caras de sí misma. Es única e irrepetible pero al mismo tiempo acarrea la historia y la vida de todas aquellas que la precedieron. Su imagen parece evocar la fábula de la historia familiar para traer al presente el recuerdo. Así, la presencia de los cuerpos que se van revelando en el proceso parecen ser su propio sueño o la manifestación de lo que pudieron percibir las anteriores flores que la precedieron. Esta es su sabiduría y el poder que se ve albergado en su interior.
La flor nos invita a realizar un viaje temporal y comprender que la linealidad no es la regla sino que vivimos en la simultaneidad de los tiempos; el pasado, el presente y el futuro se encuentran en un vórtice de constante retroalimentación donde las capas se superponen, se interceden, se funden unas con otras. La flor se despierta en nombre de alguien, en la invocación de un ser querido; en la potencia que este gesto alberga la persona convocada habita el tallo, las hojas, cada pétalo en su movimiento de apertura.
La imposibilidad de traer a la presencia a ese alguien se ve transmutada en un movimiento afirmativo y pleno donde éste se encuentra presente a través de una invocación construida de compases de luz y sombra que dan lugar a un compuesto audiovisual que se ritma con la emoción. “Quizás habría que atender, entre la abundancia de ritmos, a la arritmia de las sensaciones, que perdidas por el peso del tiempo vuelven a veces al llamado de una percepción”. Ese llamado es la estela que ha dejado una fuerza amorosa y que determina la potencia del pulso de una vida. Así, hay que permitirse correr el riesgo de comprender que la percepción que nos convoca puede revelarnos que la vida que se hace presente puede ser tanto humana, animal, vegetal o mineral sin distinción y que nos provoca a considerar que la metamorfosis de un ser vivo en otro, de una imagen en otra, es posible para mitigar los abismos de la memoria y enlazar lo poético con lo más arcaico y poderoso de la tierra, abrazando las energías que interconectan a esos dos universos sensibles y sintientes. Lo poético y lo terrenal encuentran su unión cuando ambos destilan en su composición la presencia de una ausencia por más distante y evocativa que ésta resulte. Una simple flor puede en su movimiento singular y anómalo, en su arritmia única, despertar la fabulación de un mundo que se despierta con cada uno de sus pétalos.